Català


31/10/2014, Juan
Bértiz. Socialismo Revolucionario, Barcelona

            Las últimas imágenes vistas de la frontera sur de Europa,
la de Ceuta y Melilla, de nuevo nos han recordado con crudeza el drama de las
migraciones salvajes, la de miles de personas que recorren en condiciones
precarias miles de kilómetros para intentar saltar una valla y entrar en la
Europa fortaleza. Es el mismo drama, también grabado con frecuencia y visto en
televisión, que el de los cayucos que intentan alcanzar las islas mediterráneas
del sur de Europa, Sicilia, Malta o Lampedusa, ésta última todo un símbolo que
hizo incluso exclamar al Papa, nada sospechoso de peligroso antisistema o de querer
acabar con la cultura occidental, de la que es un importante representante,
todo su horror y toda su vergüenza por la insensibilidad de la Europa de los
mercaderes y de la guerra.

            La crisis en Europa o la mejora económica en algunos
países africanos –Angola, Ghana, Guinea Bissau, entre otros- no ha reducido
esos flujos migratorios. Es cierto, las cosas han cambiado si comparamos ambos
continentes, la Europa y  el África de
hoy, con su situación hace veinte años, pero sin embargo hay zonas inmensas del
continente africano que siguen sumidas en una crisis sin horizonte de
resolverse, como Mali, de la que ya no se habla, o Nigeria, donde la potencial
riqueza del petróleo ha provocado varios conflictos al mismo tiempo. La
epidemia del ébola aumenta esta sensación de caos, de desesperación. Y es esa
falta de horizontes la que empuja a muchos hombres y mujeres a buscarse el
futuro en otro sitio. No nos engañemos, no existe el efecto llamada, como se
decía hasta hace bien poco, sino un efecto salida. Pero tampoco olvidemos que
las migraciones se vuelven muchas veces instrumentos de las élites económicas
para enriquecerse: las élites de los países receptores consiguen trabajadores
sumisos y baratos para aumentar los beneficios y las élites de los países emisores
de mano de obra se enriquecen con las transferencias de dinero que remiten los
migrantes que consiguen trabajo fuera. Como consecuencia (o en paralelo), los
flujos de migrantes devienen muchas veces armas arrojadizas de las políticas de
los Estados, una pieza más en las relaciones internacionales: no es casualidad
que justo cuando Evo Morales nacionalizara el gas boliviano, del que alguna
multinacional española sacaba pingües beneficios, el gobierno español decidiera
exigir a los bolivianos un visado de entrada en España y de este modo limitar
la migración legal e ilegal que generaba al país latinoamericano unos buenos
ingresos económicos. En todo caso, los seres humanos se vuelven mera mercancía
cuando no moneda de cambio.

            Por tanto, esas imágenes referidas al principio nos
demuestran que la migración no se detiene. Y Europa responde mediante la
represión, la fuerza bruta, como hemos visto por televisión, con toda seguridad
una parte ínfima de la realidad, siempre más brutal que cualquier imaginación o
ficción, que diría Oscar Wilde. Pero no sólo hemos de hablar de la violencia en
las fronteras, la violencia de las vallas y de los muros, la violencia de los
agentes de las fuerzas de seguridad del Estado, la que más impresiona con toda
seguridad, también hemos de referirnos a otra violencia menos perceptible en la
vida cotidiana, pero no menos brutal, la de las políticas de extranjería, la de
miles de personas que viven en la ilegalidad en Europa, sin papeles, y que no
pueden desarrollar una vida normal por el temor a ser identificados, retenidos
y, en el peor de los casos, internados durante un máximo legal de sesenta días
en los CIEs, los Centros de Internamiento de Extranjeros.

            No olvidemos algo importantísimo: dichos internamientos
no se producen como consecuencia de un acto delictivo, de la comisión de un
acto ilícito que lleva a un juicio y por tanto a una sentencia que limita la
libertad de la persona que ha cometido el delito (y que además, en teoría, es
ingresado en prisión con el objetivo de rehabilitarlo), no: el internamiento se
produce por una irregularidad administrativa, simple y llanamente porque la
persona no dispone de una autorización administrativa para residir en el país.
Se le interna en un CIE según las leyes europeas, homogeneizadas bajo el
paraguas legal de la Unión Europea, siempre con el auspicio de un juez, que no
entra en el procedimiento administrativo de expulsión del que no es competente
y que sólo decide sobre el internamiento o no del migrante, y por un plazo máximo
de sesenta días. Si en este plazo la persona –no olvidemos nunca que hablamos
de personas- no ha sido expulsada, se la pone en libertad hasta que pueda
llevarse a cabo la expulsión.

            En la Unión Europea hay dos tipos de CIEs: abiertos y
cerrados. Los centros abiertos son aquellos en los que las personas recluidas
pueden salir durante el día mientras que los segundos, los cerrados, no
permiten a las personas recluidas salir del ámbito físico del centro,
restringiendo las visitas de familiares y amigos, y con posibilidad de visitas
más o menos regladas de los abogados. Por tanto, aunque no se les considere
´cárceles –no lo son, dícese, porque el internamiento no es de naturaleza penal-,
los Centros de Internamiento de Extranjeros en la práctica lo son, cárceles que
limitan el derecho de movimiento de las personas. Los CIEs del Estado Español
son todos cerrados.

            El control interno de los CIEs recae en los cuerpos de
seguridad del Estado, en el caso español en el Cuerpo Nacional de Policía, con
competencia en el ámbito de extranjería (hay que recordar que en las cárceles
existe un cuerpo administrativo de funcionarios de prisiones y la policía sólo
ejerce una función de seguridad exterior). Se limita la asistencia de
organizaciones de solidaridad u ONG que se dedican a prestar apoyo logístico a
los migrantes sin papeles. Algunos informes, realizados como consecuencia de
incidentes de enfermedad e incluso de muerte por dolencias, llaman la atención
sobre la escasa asistencia sanitaria. La tensión que provoca la incertidumbre y
el desarraigo, o la convivencia bajo unas condiciones nada gratas, muchas veces
amontonados en espacios físicos limitados, es un ataque a la dignidad de las
personas y cuando esa tensión aumenta se acude a lo referido al principio, a la
represión pura y dura.

            Por esta situación que supone a todas luces una
excepcionalidad legal en nuestros marcos jurídicos y una más que evidente
vulneración de los derechos de las personas, desde hace años se ha lanzado en
buena parte de los países europeos una campaña contra los CIEs. Han surgido
numerosas plataformas formadas por un amplio espectro social –asociaciones de
abogados, sindicatos, partidos, organizaciones contra el racismo, entidades
sociales de las iglesias, etc.- que abogan por el cierre de esos centros
calificados como vergonzantes en una Europa que se reclama democrática y de
derecho. En ocasiones se lanzan campañas unitarias en todo el territorio de la
Unión Europea. Otras, las campañas se circunscriben a los territorios que
disponen de alguno de esos centros, como ha ocurrido estos últimos días en
Barcelona, donde se realizó el pasado 17 de octubre un acto por el cierre del
CIE de la ciudad, bajo el lema “100 razones para cerrar el CIE”. El 18 se llevó
a cabo una concentración delante mismo del CIE de la Zona Franca y que buscaba
llamar la atención sobre la barbaridad que supone disponer de centros así.

            Resulta evidente que debemos reforzar las plataformas y
las campañas por el cierre de los CIEs, que son todo un ataque a miles de
trabajadores susceptibles de acabar internados en dichos centros. Por dignidad
y solidaridad, por su libertad y la nuestra, no podemos permitir que persistan
estas políticas de discriminación y opresión.

            Se puede consultar la campaña  contra los CIEs en: http://cerremosloscies.wordpress.com,
o la campaña catalana de estos días en la web
http://tancaremelcie.cat
.

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