Consciente del crecimiento a profundidad y escala del movimiento, el gobierno golpista se preparó para un enfrentamiento, desplegando una cantidad sin precedentes de 11 mil agentes de la Policía Nacional de Perú (PNP) en las calles de la capital.

Por Darragh O’Dwyer, Alternativa Socialista Internacional

La histórica confrontación de clases que enfrenta Perú ha entrado en su séptima semana. Por un lado, está la oligarquía peruana y sus leales servidores en la forma del profundamente impopular gobierno golpista. Por otro, se encuentran los trabajadores, pobres e indígenas políticamente despiertos que exigen la dimisión de la presidenta ilegítima Dina Boluarte, la disolución del congreso, nuevas elecciones y una asamblea constituyente que desafíe el poder de la élite corrupta.

Los bloqueos de carreteras siguen paralizando gran parte del país. Machu Picchu está cerrado, causando una enorme mella en la multimillonaria industria turística peruana. Los intereses económicos de las potencias imperialistas que saquean los recursos naturales de Perú también han sufrido un duro golpe. La mina de cobre de Las Bambas, en manos de la empresa china MMG, ha cerrado sus operaciones desde principios de mes. El gigante minero multinacional Glencore se ha enfrentado a importantes restricciones y cierres. Estas dos empresas representan por sí solas el 2% de la producción mundial de cobre, una materia prima cuyo precio se espera que suba con la reapertura económica de China.

Lo anterior ilustra el alcance de la perturbación económica causada por el movimiento de masas, y por qué la clase dominante peruana está decidida a acabar con él. Sin embargo, no ha sido fácil. Aunque la brutal represión estatal se ha cobrado la vida de más de 50 personas, la revuelta persiste.

La Marcha de los 4 Suyos

El 19 de enero marcó una nueva etapa, cuando miles de manifestantes acudieron en masa a la capital para La Toma de Lima. Los vídeos muestran inspiradoras muestras de solidaridad mientras convoyes de Puno, Ayacucho, Arequipa, Cusco y Apurímac recaudaban fondos colectivamente y emprendían el largo viaje a la capital. Estas regiones, algunas de las más pobres de Perú y con grandes poblaciones indígenas de aymaras y quechuas oprimidos, han sido el corazón de la revuelta. Como era de esperar, también es donde la represión ha sido más feroz, como lo demuestran las masacres de Ayacucho y Juliaca. Ninguno de estos baños de sangre recibió mucha atención de los medios de comunicación y, cuando lo hicieron, a menudo se justificaron con tropos racistas y acusaciones de implicación terrorista.

Centralizar el movimiento en la capital y llevarlo a las puertas del ilegítimo gobierno golpista fue, por tanto, una estrategia importante para profundizar y extender la rebelión. La manifestación también se denominó La Marcha de los 4 Suyos, un guiño consciente a la movilización de masas del mismo nombre en 2000, que fue clave para derrocar a la odiada dictadura de Alberto Fujimori. A pesar de la transición democrática formal tras la caída de Fujimori, los pilares económicos y políticos del régimen se mantuvieron, asegurando la continuación de las políticas neoliberales, la corrupción y la miseria social. Los acontecimientos de las dos décadas transcurridas desde entonces han empujado a importantes sectores de las masas peruanas a sacar esta conclusión. Como reza un eslogan popular del movimiento actual: “esta democracia no es una democracia”.

La Represión y el Asalto a la Universidad de San Marcos

Consciente del crecimiento de la profundidad y la escala del movimiento, el gobierno golpista se preparó para un enfrentamiento, desplegando una cantidad sin precedentes de 11.000 agentes de la Policía Nacional de Perú (PNP) en las calles de la capital. La represión continuó, con policías lanzando gases lacrimógenos a las multitudes de manifestantes, mientras la oligarquía y sus portavoces mediáticos seguían demonizando a los manifestantes como terroristas. Además de las manifestaciones de Lima, en todo el sur del país continuaron las protestas, los bloqueos y los enfrentamientos con las fuerzas del Estado.

Un incidente especialmente impactante tuvo lugar el 21 de enero. La PNP, fuertemente armada, irrumpió en la universidad limeña de San Marcos, utilizando un tanque para destrozar la entrada antes de que docenas de policías empezaran a detener a los estudiantes y a los manifestantes que habían acampado en los terrenos de la universidad. Detuvieron a 200 personas, en una táctica consciente de castigar a los estudiantes que mostraban una solidaridad instintiva con los trabajadores oprimidos y los pobres que habían acudido a Lima.

Sin embargo, el tiro les ha salido por la culata. Las imágenes, ampliamente difundidas, provocaron horror ante escenas que recordaban a 1991, cuando la dictadura de Fujimori asaltó la misma universidad. Las protestas han continuado en Lima durante 5 días consecutivos, con más delegaciones procedentes de todo el país. La central sindical CGTP convocó una nueva movilización nacional el 24 de enero, exigiendo el fin de la represión criminal, la expulsión del Congreso y la convocatoria de una asamblea constituyente. Esto también fue respaldado por los sindicatos estudiantiles, que también piden la destitución de la rectora de San Marcos, Jeri Ramón, por su colaboración con la policía en la redada.

Gobierno débil de crisis

Boluarte parece haber comprendido que la incursión en San Marcos representó una extralimitación y ofreció disculpas. Pero a pesar de las crecientes presiones para que dimita, sigue aferrada al poder, culpando de los violentos enfrentamientos a “grupos radicales con una agenda política y económica arraigada en el narcotráfico, la minería ilegal y el contrabando”. Una vez más, Puno, epicentro de la lucha, está en el punto de mira del régimen, que ha militarizado la región y ha decretado un nuevo toque de queda. 500 soldados han sido enviados para disolver los bloqueos que han paralizado amplias zonas del país. En una rueda de prensa el 24 de enero, Boluarte no se distinguía de los fujimoristas de extrema derecha contra los que hizo campaña como vicepresidenta de Castillo: “Puno no es Perú”, dijo, en una justificación racista de la intensificación de la represión que se avecinaba.

Sin embargo, la confianza de Boluarte en la retórica divisoria y la continua brutalidad de las fuerzas del Estado no son un signo de fortaleza, sino de debilidad. Otra ministra, Sandra Belaunde, ha dimitido del gabinete golpista, con lo que el número total asciende a seis. Adoptando un enfoque de “palo y zanahoria”, Boluarte pidió una tregua y, tras haber admitido anteriormente que las elecciones se trasladarían de 2026 a 2024, ahora propone trasladarlas a finales de este año.

Mientras algunos políticos más previsores han optado por saltar como ratas de un barco que se hunde, los fujimoristas más duros del Congreso, controlado por la derecha, han descendido a nuevas profundidades de depravación. Ernesto Bustamante, de Fuerza Popular, pidió al ejército peruano que invadiera la vecina Bolivia después de que el presidente Luis Arce criticara al gobierno golpista.

Los nuevos líderes de la “Marea Rosa” condenan el golpe de Estado

A Arce se han unido sus homólogos de toda la región para denunciar a Boluarte. Perú es el último de una ola de revueltas que ha barrido América Latina desde 2019, a medida que una crisis sin precedentes del capitalismo da paso a convulsiones sociales y crisis políticas. La radicalización de masas también se ha expresado en la elección de nuevos gobiernos de izquierda moderada en toda la región, una llamada segunda “marea rosa” (en referencia a la ola de gobiernos de izquierda elegidos en medio de movimientos revolucionarios a principios de la década de 2000).

Andrés Manuel López Obrador denunció inmediatamente el golpe y ofreció a Castillo y a su familia asilo en México. Más recientemente, Obrador pidió a la CELAC, que se reúne esta semana, que se pronuncie a favor de la liberación de Castillo. Xiomara Castro, presidenta de Honduras, reconoció a Castillo como presidente legítimo y condenó la “agresión del Estado contra el pueblo peruano”. Su marido, el expresidente Manuel Zelaya, fue depuesto a su vez en un golpe de Estado respaldado por Estados Unidos en 2009, después de que su (pequeño) giro a la izquierda lo hiciera desagradable para el imperialismo estadounidense y la clase dominante hondureña. Boluarte criticó a Gustavo Petro por “un nuevo acto de injerencia” cuando el presidente colombiano pidió a la Organización de Estados Americanos que iniciara una investigación de derechos humanos sobre la violencia estatal contra los manifestantes. Por último, el chileno Gabriel Boric criticó la represión, comparándola con las dictaduras del pasado en el Cono Sur.

Por supuesto, la polarización política extrema y la inestabilidad no se limitan a Perú, y el mismo drama que se desarrolla hoy también es inherente a la situación en varios países latinoamericanos. El intento fallido de golpe de Estado de los Bolsonaristas en Brasil el 8 de enero es el ejemplo más llamativo. En toda la región, la decadencia del capitalismo, unida a los fracasos de la izquierda, ha creado las condiciones para que crezca la extrema derecha. En los últimos tiempos, algunas figuras han logrado importantes avances electorales apoyándose en una agenda social reaccionaria y prometiendo restaurar “la ley y el orden”. Javier Milei, del creciente partido Libertad Avanza en Argentina, se refirió a los 30.000 desaparecidos bajo la junta militar como una estimación exagerada. José Antonio Kast, que compitió con Boric en las elecciones presidenciales de Chile, se mostró abiertamente admirador de la dictadura de Pinochet, régimen en el que su hermano mayor fue ministro.

La condena, a menudo enérgica, de los nuevos presidentes reformistas refleja la conciencia de que ellos también se enfrentan a peligros similares en casa. Sin embargo, al igual que Castillo, también carecen de un programa y una estrategia capaces de canalizar la energía de las masas en una lucha exitosa contra la extrema derecha y el sistema capitalista en crisis del que surgen. Los socialistas, los trabajadores y los jóvenes que desean una auténtica transformación social -en todo el continente y más allá- deberían aprender de los fracasos de Castillo y del desastroso resultado de una política de negociación con la derecha. Debe construirse un movimiento independiente de la clase obrera y los oprimidos con una estrategia clara para cambiar la sociedad por medios revolucionarios, sustituyendo los regímenes constitucionales capitalistas represivos (a menudo heredados directamente de las dictaduras militares) por un sistema alternativo de democracia de la clase obrera, basado en la propiedad pública y el control democrático de los ricos recursos del continente y de los sectores clave de la economía.

Echar a Boluarte, el Gobierno Golpista y el Capitalismo

Hoy, esas lecciones pueden ser aprendidas por quienes están en la primera línea de la lucha en Perú. No se puede dudar de la determinación y el heroísmo de estos sectores de explotados y oprimidos. Existe una tendencia orgánica hacia la unidad, ya que la lógica de la lucha de clases empuja a las capas más avanzadas a sacar conclusiones políticas correctas. En algunos casos, esto ha llevado incluso al florecimiento de comités de lucha de base que están desempeñando un papel importante en la coordinación de la acción a nivel local y regional.

Estos deben seguir fortaleciéndose y vinculándose en todo el país para derrocar a Boluarte y al ilegítimo gobierno golpista. Estas organizaciones estarían mejor posicionadas para extender un llamamiento de clase a los rangos inferiores de las fuerzas armadas, en particular a los soldados enviados a Puno, que tienen más en común con los de la calle que con la clase dominante.

Armándose con una estrategia y un programa socialistas, el movimiento podría seguir atrayendo a sus filas a todas las capas de las masas oprimidas -obreros, campesinos, indígenas, mujeres, estudiantes y activistas lgbtq- y seguir desarrollando nuevos órganos de poder popular para organizar democráticamente la lucha, incluyendo huelgas coordinadas, manifestaciones, bloqueos y ocupaciones.

El nominalmente marxista Perú Libre -del que tanto Castillo como Boluarte eran miembros- está muy lejos de ser el partido de izquierdas de masas necesario para organizar políticamente a la clase obrera, los campesinos y los pueblos indígenas en la lucha por una nueva sociedad. Sin embargo, el patente fracaso de Libre Perú en la construcción de tal partido no hace que esta tarea histórica sea menos urgente. El esbozo de una fuerza revolucionaria de masas, bajo el control democrático de sus activistas de base, se puede ver hoy en día cuando los trabajadores, los jóvenes, los campesinos y los indígenas buscan a tientas nuevas formas de organización para avanzar en su lucha.

Una fuerza de este tipo garantizaría que la demanda popular de una Asamblea Constituyente no se convierta en un proceso farsesco de desmovilización del movimiento y su desvío hacia canales institucionales seguros, como se ha visto en el vecino Chile. Una Asamblea Constituyente Revolucionaria, en la que los delegados sean elegidos directamente y sujetos a revocatoria por las organizaciones de lucha que hoy vemos formarse, podría trazar una salida a las crisis superpuestas en las que hoy se encuentra Perú. Esto requeriría no sólo romper la constitución fujimorista de 1993, sino luchar por un programa para nacionalizar los sectores mineros, manufacturero, de transporte y bancario bajo el control y la gestión de los trabajadores como parte de la batalla para acabar con el dominio del capital de una vez por todas.