Aurora Petra / Flickr

Tras el ciclo electoral, toca volver a tomar las
calles y afrontar los debates históricos necesarios para hacer avanzar al
movimiento

Ángel Morano, Socialismo Revolucionario Barcelona

Desde la aparición del movimiento
obrero como tal, durante décadas se sucedieron terribles luchas de la clase
trabajadora para hacer valer sus derechos. Fueron estas luchas las que
consiguieron ir poco a poco dignificando las condiciones de vida de los
trabajadores. Nada se les regaló: ni la jornada de ocho horas, ni el derecho a
jubilación o a huelga. Todos esos logros fueron producto directo de
movilizaciones sostenidas que en algún momento pusieron contra las cuerdas a la
clase capitalista. Nunca fueron concesiones gratuitas por parte de ésta.

Durante todo ese proceso,
el movimiento en su conjunto tuvo que enfrentarse no sólo a su enemigo de clase
sino a las diferentes visiones que habitaban en su interior. Esto provocó durísimos
debates que no siempre fueron fáciles, ni limpios, ni concluyentes. La
estrategia y la táctica a seguir fueron discutidas una y mil veces y las
diferentes visiones sirvieron para justificar viejas teorías o para formular las
nuevas. Y las victorias y derrotas sucedieron en función de todo este proceso.

Todos estos debates no
fueron ni casuales ni voluntarios. No fueron un capricho del movimiento, sino
una necesidad para superar las adversidades de cada momento.

La fuerza de los
acontecimientos obligaba al movimiento a planteárselos de forma más o menos
consciente.

Actualmente este proceso
aún sigue en marcha y el estudiar los debates previos resulta necesario. A
pesar de que algunos sectores de la izquierda pretenden esquivar dichos debates
como si ya estuvieran superados, eso no es posible, ya que los debates surgen
de las condiciones materiales de la lucha y ésta nos lleva siempre a
situaciones ya vividas por el movimiento. Uno de los debates que provocó más
dureza en las discusiones es el de reforma o revolución. Básicamente, se
plantea la cuestión de cuál es la mejor manera de transformar la sociedad
capitalista en socialista.

De un lado, los que
defienden que para la izquierda es posible conquistar el poder institucional y
desde el gobierno del estado ir introduciendo cambios progresistas que hagan
que la conciencia de la gente gire hacia una sociedad socialista, para en algún
momento no determinado dar el salto a dicha sociedad. En cierta manera, este
salto sería tan paulatino que casi sin darnos cuenta cambiaríamos de sistema.

Por otro lado, los que
defienden que la única forma de derrotar al capitalismo y llegar al socialismo
es mediante una revolución, o sea, mediante la entrada masiva de las masas en
la vida política, haciendo colapsar al actual sistema e implantando un programa
con medidas que den el verdadero control económico y político a la clase
trabajadora.

Pondremos dos ejemplos
para ilustrar en movimiento las dos visiones. Uno cercano en el espacio pero
lejano en el tiempo. El otro cercano en el tiempo pero algo más lejano en el espacio.
Cabe decir previamente, como se verá durante los ejemplos, que nosotros nos
posicionamos en el debate del lado de la revolución.

El primero es lo sucedido
en el estado español durante la Segunda
República
, desde abril del 31 a julio del 36. A pesar de que la
proclamación de la República supone un hecho revolucionario en sí mismo y de
que el periodo es conocido por muchos por la Revolución Española, la sucesión
de gobiernos socialistas-republicanos (cortado por el intervalo reaccionario
del bienio negro) se puede considerar un claro ejemplo de intento de
transformación social reformista. En los seis años de gobiernos burgueses,
salvo la expulsión de la monarquía, no se consiguió dar solución a las tareas
democráticas asociadas a este tipo de gobiernos: ni la separación de iglesia y
estado se hizo efectiva, ni se aplicó una reforma agraria que fuera un
ejercicio de justicia social, ni se consiguió dar solución al tema nacional, ni
se consiguió consolidar una verdadera democracia parlamentaria. Sin embargo,
tras el golpe de estado de julio del 36, en gran medida causado por la
incapacidad reformista de poner freno a la reacción, fue el pueblo trabajador
el qué llevó a cabo un acto realmente revolucionario. En las 48 horas que
siguieron al levantamiento militar, la clase trabajadora, tomando las calles
por sus propios medios, mostró como se podían dar solución a todas las tareas
que el gobierno de la República no había sido capaz de llevar a cabo. La
creación de un doble poder mediante la aparición de las juntas revolucionarias
marcó el camino hacia una verdadera democracia, la colectivización de la tierra
y las fábricas trajo la tan ansiada justicia social, la quema de iglesias allí
donde triunfó la revolución mostró la intención de romper toda relación iglesia-estado
y la actuación de facto como confederación entre las diferentes naciones
históricas abrió una vía para solucionar el tema nacional.

Desgraciadamente, la
falta de una política global adecuada y la reconstrucción del estado burgués en
lugar de la creación de un estado obrero a partir de los órganos de democracia
obrera que se estaba forjando, llevó a la no consolidación de dichas conquistas
(y finalmente a la derrota ante el fascismo).

El segundo ejemplo nos
remite a la situación vivida por Grecia durante el verano de 2015, en lo que ha
sido una de las mayores traiciones llevadas a cabo por parte de un gobierno
progresista en los últimos tiempos. Syriza llegó al poder con un programa
claramente progresista pero que en ningún momento planteaba la necesidad de una
ruptura con el actual sistema, o sea, se trataba de un programa reformista. En
las primeras semanas, aplicó medidas encaminadas a mejorar la situación de
grandes capas de la clase trabajadora. Todas esas medidas han sido hoy revertidas.
La base sobre la que pretendía aplicar esas medidas el gobierno de Tsipras era
una renegociación de la deuda que le diera oxígeno para afrontar la situación e
ir implantando más medidas progresistas. La realidad fue muy distinta. Con el
rechazo mayoritario del pueblo a un nuevo memorándum de la troika, Syriza se
vio incapaz de plantar cara al capital por una falta de perspectiva
revolucionaria. La reforma siempre implica mantenerse dentro de la legalidad y
aplazar la ruptura. Eso, en la actual UE, significa aplicar austeridad. No hay
lugar para una política realmente progresista en el actual sistema. Actualmente
Syriza, está aplicando mayores medidas de austeridad de lo que hicieron sus
predecesores en el gobierno, al mismo tiempo que la confianza de los
trabajadores en ellos está bajo mínimos.

La justificación que da
el reformismo a dicha derrota es muy significativa y nos ayuda a entender sus
limitaciones. El principal argumento es que Tsipras perdió su batalla porque en
frente tenía a Merkel y a los hombres de negro de la Troika, los cuales son
neoliberalismo puro y que nunca van a ceder. Lo que hay que hacer, dicen, es
conseguir que los puestos que ocupan Merkel y compañía en la mesa de
negociación sean ocupados por personas más afines. O sea, se trata de construir
una Europa con Trispas en Grecia, Pablo Iglesias en España, Mélenchon en
Francia, Lafontaine en Alemania,… De esta manera, cambiará la correlación de
fuerzas y será posible dar un cambio a las políticas de la UE.

Esta argumentación es muy
frágil y no resiste un análisis profundo. Por supuesto que sería positivo
conseguir ese cartel de presidentes progresistas pero en todo caso sería
insuficiente. Esta perspectiva no tiene en cuenta diversos factores.

Primero, al contrario que
después de la segunda guerra mundial, durante la gran expansión del estado del
bienestar, el capitalismo en su conjunto no tiene margen para hacer concesiones
que puedan garantizar unos niveles de vida dignos para la mayoría, ni siquiera
en los países desarrollados. No es una cuestión de voluntad, sino de realidad
material. La grave crisis mundial es producto en gran medida de las
limitaciones del capitalismo para generar más beneficios, lo cual les lleva a
grandes ataques a la clase trabajadora, así como a un enfrentamiento entre las
diferentes burguesías por una porción de un pastel cada vez más pequeño.

En segundo lugar, la UE, y todas las instituciones
capitalistas en general, disponen de mecanismos no democráticos que pretenden asegurar
el funcionamiento del sistema por encima de los cambios de gobierno. Ahí
tenemos tanto instituciones como el BCE, el FMI o tratados como el TTIP.
Evidentemente, el capitalismo no tiene una cláusula de rescisión por la cual es
posible abandonarlo sin más. El hecho de que hubiera una mayoría de gobiernos
progresistas no garantiza ni mucho menos un cambio en la política económica.

Por último, está la
cuestión de cómo se coordina esa llegada de los diferentes líderes progresistas
al poder. O sea, de cómo se les hace coincidir a todos en el tiempo. Parece muy
poco probable que – si mantienen su negativa a implementar una política rupturista
– ninguno de esos líderes pueda resistir gobernando mucho tiempo sino es
abandonando su agenda progresista. En la situación actual, gobernar dentro de
los límites del capitalismo significa gobernar contra tu pueblo, aplicar
recortes y gestionar miseria. No nos parece muy probable que esos gobiernos
progresistas puedan consolidarse por todo el continente hasta tener la hegemonía
de la UE. Simplemente,
porque lo que prometen dentro del sistema actual es imposible.

A día de hoy, el debate
entre reforma o revolución sigue siendo una de las temas claves que ha de
afrontar el movimiento y sin una clara respuesta a él, éste se estrellará una y
otra vez contra las limitaciones que le impone el sistema. El mayor problema
que nos encontramos hoy al respecto, es que hasta ahora, este debate no se ha
llevado a cabo, por lo menos de forma mayoritaria, de forma consciente.

Esto lo podemos ver
claramente en la situación de la izquierda en el actual Estado Español.

El movimiento
antiausteridad, desde su gran irrupción durante el 15M, al igual que la
historia nos muestra, ha ido superando las situaciones en función de las
condiciones materiales a las que se ha enfrentado y del resultado de los
debates que estas acarrearon.

En resumen se pueden
identificar dos etapas al respecto:

Una primera caracterizada
por grandes movilizaciones masivas y espontaneas, pero al mismo tiempo siempre
por fuera de las estructuras de las organizaciones políticas o sindicales. Es
decir, un primer ciclo muy combativo pero sin una verdadera orientación
política. Aquí se incluiría todo lo sucedido entre el 15M y las elecciones
europeas de junio de 2014, incluyendo varias huelgas generales, las mareas y
decenas de heroicas luchas sectoriales. En este período los debates estuvieron
sobre todo centrados en la forma de organización del movimiento: el rol de los
partidos, de los movimientos sociales, las diferentes formas de organización y
toma de decisiones.

Una segunda etapa, más
centrada en lo electoral, que reflejó institucionalmente todas las luchas
anteriores dando lugar a la aparición de Podemos, al ascenso de la CUP en
Cataluña y a la conquista de los llamados ayuntamientos del cambio. Este
periodo, que justo ahora concluye, ha estado caracterizado por una cierta dirección
política, muy centrada en el plano electoral e institucional y con una enorme
carencia de movilizaciones y luchas en la calle. Una vez superado el debate
anterior sobre la organización, el principal debate de esta fase ha sido en
torno a la unidad de la izquierda y el rol en las instituciones y los pactos en
ellas.

Pero, a día de hoy, a la
espera de que acabe definitivamente el ciclo electoral, el debate principal que
debería marcar el próximo ciclo es el del programa. O sea, reforma o
revolución. La llegada a posiciones de gobernabilidad, tanto en los
ayuntamientos del cambio en las grandes ciudades como en la experiencia griega
de Syriza nos enseñan que pese a una gran buena voluntad no es posible hacer
avances significativos por la vía reformista. Cada medida progresista que se
quiere aplicar se topa con limitaciones de competencia, económicas e incluso en
última instancia con el Tribunal Constitucional.

La ruptura con el sistema
actual no es un capricho de los marxistas revolucionarios sino una necesidad
objetiva. Y mientras el movimiento no saque las lecciones adecuadas de estos
ejemplos y debates, estamos condenados a vivir en un proceso interminable de
oportunidades perdidas y reordenamiento de la reacción.

Al mismo tiempo, es
importante recordar lo que decíamos al principio: todos los logros fueron
alcanzados mediante movilizaciones sostenidas. Esa es la única manera de romper
con el sistema, haciendo posible que cada medida programática necesaria, sea
defendida por nuestros partidos en la institución, pero sobre todo por una
amplia mayoría social organizada en la calle. 

En un
programa revolucionario en el estado español se debería incluir las siguientes
medidas:

·        
Impago de la
deuda.

·        
Nacionalización
de la banca y los sectores estratégicos de la economía.

·        
Fiscalidad
altamente progresiva y gran inversión pública para la reactivación de la
economía y fortalecer su sector productivo

·        
Derecho de
autodeterminación, para las naciones hasta el punto de la independencia si así
lo deseen.

·        
Oposición a
cualquier acuerdo con partidos dispuestos a aplicar austeridad.

Leave comment

Your email address will not be published. Required fields are marked with *.