Vientos de libertad
Los fusilamientos del
27 de septiembre de 1975
29/09/2015, Juan Bértiz.
Socialismo Revolucionario, Barcelona
El 27 de septiembre de
1975 el régimen franquista aplicaba las últimas penas de muerte, apenas dos
meses antes de la muerte del dictador, en un momento en que el régimen se
tambaleaba. Los fusilados eran: José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y
Humberto Baena, militantes del FRAP, y Juan Paredes Manot, Txiki, y Ángel
Otaegui, militantes de ETA (político-militar). Las condenas a muerte despertaron
una oleada de solidaridad no sólo en toda la oposición política española, sino
también a nivel internacional. Desde hacía unos años el régimen franquista se
hallaba en clara decadencia debido a una profunda crisis económica, un aumento
de las movilizaciones en todo el país y la enfermedad del Generalísimo Franco,
símbolo de la dictadura y aparentemente la figura que mantenía unida a las
diversas familias que, de forma evidente, existían ya en el franquismo desde
hacía unos años antes, con planteamientos y tácticas muy diferentes.
De hecho, una parte
importante del aparato del Estado era consciente de que la dictadura no podía
mantenerse intacta. El desarrollo del país iniciado veinte años antes exigía
una adaptación a los países europeos. Había una aproximación a la Comunidad
Económica Europea que requería un cambio institucional profundo. No obstante,
otra parte del aparato del Estado se oponía con rotundidad a cualquier tipo de
cambio, deseaba mantener la pureza ideológica, jurídica y política del régimen.
Los más ortodoxos se agruparon en torno a la asociación Fuerza Nueva y habían
encontrado en el almirante Carrero Blanco uno de sus valedores más importantes,
sobre todo cuando se le nombró presidente de Gobierno en junio de 1973. Sin
embargo, su asesinato, seis meses después del nombramiento, a manos de la
organización opositora ETA desbarató en gran medida a los sectores más
inmovilistas y los aperturistas fueron ganando terreno, conscientes de que la
dictadura estaba agotada y por ende los privilegios surgidos a su sombra debían
adaptarse a los nuevos tiempos, pero sin duda también recelosos del auge de las
movilizaciones sociales y la cada vez mayor organización de las mismas.
No en vano, no sólo
influían las exigencias de Europa occidental de que España se democratizara
para profundizar las relaciones e incorporar al país al Mercado Común, sino
existía el temor a esa cada vez mayor movilización de la sociedad española que
pudiera poner en peligro el sistema y su orden clasista. El que las organizaciones
de la oposición fueran clandestinas no permitía saber con exactitud su fuerza
real, pero además iban apareciendo nuevas organizaciones más a la izquierda,
más combativas y radicalizadas, que iban tomando una mayor incidencia en los
medios obreros y universitarios del país.
Hasta mediados de los
sesenta el PCE era sin duda el partido más fuerte en el interior de España,
mientras que otras fuerzas históricas, las que existieron durante la República,
como la CNT, el PSOE, el POUM o el PNV, apenas habían creado pequeñas
estructuras interiores, moviéndose más en el exterior. Influyeron factores
internacionales como los movimientos de descolonización en Asia y en África,
las luchas en América Latina, los nuevos aires de la Iglesia Católica con el
Concilio Vaticano II o el mayo francés. Pero también hubo factores interiores,
como la aparición de ETA en 1959 que optó por la lucha armada, el surgimiento
de las Comisiones Obreras en el ámbito sindical, la creación de nuevos focos de
oposición, entre ellas el FLP que daría paso a organizaciones de extrema
izquierda como la Liga Comunista Revolucionaria, o el mayor descontento de
cuadros del PCE por la política adoptada por su dirección que tendía a una
reconciliación que no fue ni entendida ni aceptada sobre todo por sectores
juveniles que exigían una ruptura.
Esto explica en gran
medida que una gran parte de los dirigentes, de los cuadros y de los técnicos
del franquismo comenzaran a moverse para iniciar una apertura hacia un nuevo
modelo de Estado sin que se desmontara el Estado surgido de la Guerra Civil. El
heredero del régimen, el entonces Príncipe de Asturias y, a la muerte del
dictador, futuro Rey de España, Juan Carlos de Borbón, comenzaba también a
mover sus hilos entre las dos principales corrientes aperturistas del
franquismo, la que defendía una apertura limitada a las asociaciones y los
partidos afines a las normas fundamentales franquistas frente a la que defendía
una democracia semejante a la del resto de países de la CEE, eso sí, asumiendo
la llamada reconciliación nacional, esto es, que se pasara página a lustros de
represión y no se tocara a nada (ni a nadie) del régimen franquista. Antes de
la muerte de Franco buena parte de los partidos de la oposición comenzaron a
coordinarse en la Plataforma Democrática y en la Junta Democrática, la futura
platajunta, formada por un conglomerado variado de organizaciones que incluían
al PCE y al PSOE, ambos ya en negociación con los aperturistas del franquismo.
Como se ha dicho, el
nombramiento de Carrero Blanco en junio de 1973 fue un duro golpe para quienes
buscaban un pacto para la transición política hacia la apertura. El almirante
era uno de los políticos con más peso en el régimen y también uno de los más
ortodoxos y sin duda el principal opositor a un cambio. El atentado en
diciembre de 1973 que le sesgó la vida permitió volver a contemplar la
posibilidad de un cambio en el panorama político del país, un cambio no
rupturista que la dirección del PCE, con Santiago Carrillo como secretario
general, ya había asumido por completo. Sin embargo, en contra de la imagen que
quisieron dar, la senda del proceso no estaba tan cerrada, las movilizaciones
obreras, sociales y estudiantiles crecían por todas partes y los macrojuicios
como el proceso 1001 contra el sindicalismo o la ejecución de Salvador Puig
Antich no iban a parar la fuerza de las crecientes luchas.
Las cinco penas de
muerte de septiembre de 1975 marcaron en apariencia un nuevo endurecimiento del
régimen. Sin embargo, fue más bien un gesto de impotencia de una dictadura que
nadie, salvo un puñado de fundamentalistas franquistas, confiaba en mantener en
su esencialidad. La enfermedad terminal del dictador, la crisis económica, la
movilización de los trabajadores en las zonas industriales, la radicalización de
los movimientos sociales –estudiantes, asociaciones de vecinos, feminismo- o el
movimiento vasco de liberación nacional, que juntaba a su reivindicación
nacional la necesidad de una transformación socialista de la sociedad, todo
ello indicaba que el régimen corría el peligro de hundirse y la posibilidad de
una ruptura se abría paso en amplios sectores de la sociedad. Tal vez el
mensaje que quería dirigir Franco y su camarilla a la oposición, sobre todo a
esa oposición que negociaba con sectores del régimen, era que no cabía la
ruptura. Las ejecuciones pudieran ser una advertencia, aunque resultó ser un
gesto patético criticado dentro y fuera del país, con personalidades como Olof
Palme, el Papa o el mismísimo hermano del dictador, Ramón Franco, exigiendo que
no se llevasen a cabo.
Sin embargo, se
aplicaron, lo que supuso una intensa campaña de boicot al régimen. Casi dos
meses después moría Franco. Se nombró Rey de España al Príncipe de Asturias y
se inició una transición a la democracia que se vendió como modélica, pero que
no estuvo exenta de violencia, represión y contradicciones. No obstante, no
hubo ruptura y se estabilizó la reforma del franquismo que desembocó en el
modelo de la Constitución del 78. Cuarenta años después, cuando recordamos las
cinco últimas ejecuciones del franquismo, ese modelo de la transición está en
crisis y estamos viviendo una nueva etapa de movilizaciones que se iniciaron
con el movimiento 15M, hace ya cuatro años, y que ha cambiado en gran medida el
panorama político del país. De nuevo estamos hablando en términos de reforma o
ruptura, lo que da mayor sentido a este recuerdo a los ejecutados aquel 27 de
septiembre de 1975, que murieron por una ruptura que entonces no se dio y que
sigue por tanto pendiente hoy.