Juan
Bértiz, Socialismo Revolucionario Barcelona

Hay una historia oficial de la
Transición Española que establece que la monarquía ejerció un papel
fundamental, preponderante. Las luchas obreras o las movilizaciones por la
democracia, por la justicia social, por las libertades individuales y
colectivas, por la mejora de los barrios o por el derecho de autodeterminación
apenas merecen una nota a pie de página: el que en España se consiguiera un
sistema semejante al del resto de Europa Occidental fue, según el discurso oficial,
obra de Juan Carlos I, instaurado en el trono por el Caudillo y no cuestionado
a la hora de preparar el proyecto de Constitución. Se podía plantear cualquier
cosa (cualquier cosa, es obvio, que no cuestionara el orden burgués), pero no
se ponía en cuestión ni su figura ni la idoneidad de la monarquía en la
estructura política del Estado.

Así ha sido desde el 75. Los dos grandes partidos – PP y
PSOE – han aceptado con mayor o menos entusiasmo la Monarquía, y Juan Carlos I
se ha entrevistado a lo largo de estos años con buena parte de los agentes
sociales, incluidos los dirigentes de los dos grandes sindicatos, y fue sobre
todo avalado al iniciarse la Transición por la dirección del Partido Comunista
de España. Uno de los primeros actos públicos de Santiago Carrillo al regresar
del exilio fue aparecer en rueda de prensa con la bandera rojigualda a su
espalda y elogiando la figura de Juan Carlos, en consonancia con una variedad
local de republicanos que afirmaban no ser monárquicos pero sí juancarlistas. Al discurso oficial de
haber traído la democracia a España, «sin él no hubiera podido ser» o «todo
hubiera sido diferente, peor», se sumó su campechanía, su cercanía, y por
supuesto ser «el mejor embajador» del país.

Evidentemente, bajo el discurso oficial existía un
movimiento republicano tanto en la derecha – más oculto o disimulado, menos
organizado políticamente, salvo en su expresión más derechista, aunque marginal
(por suerte) – como en la izquierda. El PCE postcarrillista
retomó su identidad republicana, aunque la crisis del Partido casi dejó al
republicanismo español sin uno de sus partidos principales. La defensa de la
República como forma de Estado pasó a ser, por tanto, a partir de los años
noventa, cosa de los minoritarios, de Izquierda Unida, de la izquierda
extraparlamentaria, de pequeños partidos republicanos burgueses, como la
Alianza Republicana o Izquierda Republicana. Entre el nacionalismo vasco,
catalán o gallego la monarquía no despertaba tampoco pasiones, se reproducía en
algunos casos el elogio juancarlista,
pero ese desapego respondía más por ser la monarquía un símbolo de la unidad de
España que por la forma de Estado por sí misma, aunque hubo quien defendió una deseable
Unión Real, en la que algunas comunidades se independizasen de España con el
Rey Juan Carlos como monarca.

No obstante, aun cuando el discurso oficial parecía
inquebrantable, comenzó a surgir en el magma social una mayor conciencia
republicana. Algunos lo comenzamos a notar con el cambio de milenio por la
mayor presencia de banderas tricolores en las manifestaciones, pero también con
la aparición de asociaciones, colectivos y grupos diversos que, al calor del
movimiento de la memoria histórica y al amparo de organizaciones políticas y
sociales, se extendieron a lo largo y ancho del territorio del Estado.

Sin embargo, a pesar de ese lento crecimiento del
republicanismo, no se pudo colar el tema de la forma de Estado, Monarquía o
República, en el debate político español, era un tema tabú, algo que mejor no tocar.
Mientras, Juan Carlos I parecía afianzado viendo crecer a su familia real.

No
se pudo plantear abiertamente, en efecto, hasta que de pronto descubrimos en
plena crisis que esa misma Familia Real, tan fotografiada y modélica, con Juan
Carlos I a la cabeza, siempre campechano y cercano a sus súbditos, quebraba el
discurso oficial por algo en desgracia tan estructural y tan de nuestros días
como verse involucrada en la corrupción (corrupción reinante, en un juego de
palabras muy oportuno y muy facilón) que afecta directamente al yerno del Rey e
incluso a la hija menor, Cristina, infanta y duquesa de Palma, que tendrá que
ir a declarar como imputada a un juzgado de instrucción. Pero esto no es todo,
aunque sí lo más grave: hemos visto también como tras proclamar su preocupación
por el paro juvenil el mismo monarca se iba a cazar elefantes a África,
mostrando una insensibilidad social absoluta, además de ecológica, y dejando
buena nota de otra característica atribuida por el mencionado discurso oficial,
su sencillez, y nos enteramos también de que el monarca heredó de su padre don
Juan cuentas en Suiza, no sabemos si declaradas, además de poseer prósperos
negocios aquí y acullá.

A
pesar del espectáculo de estos meses de una monarquía en franca decadencia, nos
hubiese gustado que el debate Monarquía o República se hubiera desarrollado en
términos políticos. Aunque fuesen las personas más morales y afectuosas del
mundo, seríamos republicanos por principios, por tener una concepción
democrática de la política e igualitaria en la sociedad. Pero al parecer el
debate se va a realizar en medio de la crispación por la crisis y las enormes
corrupciones de eso que llaman clase política.

Evidentemente, somos republicanos, sí, abogamos por otra
forma de Estado. Pero hemos de añadir que lo somos como consecuencia de ser
defensores de otro modelo social. No hay que olvidar que Repúblicas son muchos de
los Estados que en el mundo hay y que no son modelos sociales para nosotros.
Luchamos, sí, por la República, pero para nosotros tan importante es el
adjetivo que le colocamos: Socialista. La República, en nuestra opinión, es la
consecuencia lógica de una transformación socialista de la sociedad. Abogamos
por una sociedad sin clases, sin explotación, democrática e igualitaria, una
sociedad de hombres y mujeres libres. Y por lógica la forma que habrá de
adoptar será la republicana. Por eso estamos.

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